Es imposible no verlo: el interés por la espiritualidad se ha incrementado e intensificado de manera impresionante en estas primeras dos décadas del siglo XXI.
Tan simple como ir a una librería y buscar en la sección de “Espiritualidad” o “Religión” para toparse con una gran cantidad de obras de heterogénea procedencia sobre el tema, o bien navegar un poco en internet para encontrarse una abrumadora oferta de espiritualidades a la carta.
El sincretismo religioso y la mezcolanza de creencias, símbolos y prácticas de distintas religiones no se queda atrás, llegando a obscurecer nuestro entendimiento de lo que podría ser la espiritualidad e inclusive la mística, y en específico, la mística católica.
Ambos conceptos, sobre todo la espiritualidad, se han vuelto escurridizos, difíciles de definir en una manera que sea más o menos aceptada por la mayoría. Por ello, es importante retomar la discusión desde una perspectiva católica sobre una palabra tan presente pero tan manoseada hoy en día.
Adentrándonos en el término
En la historia de la civilización occidental, el término “espiritualidad” tiene una larga data, confluyendo varias culturas y religiones en su significado. Proviene del hebreo רוּחַ (ruaj), que significa “soplar” o “respirar”, aludiéndonos a Génesis 2,7, cuando Dios insufla el aliento de vida en el ser humano.
Entre estos significados también está el de “espíritu”, entendido como aliento de vida, el cual luego sería comprendido por los cristianos como el Espíritu Santo. Es decir, el espíritu creador y dador de vida, procedente del Padre y del Hijo, cuestión importantísima para comprender la espiritualidad católica.
En este breve recorrido nos encontramos también con el término griego πνεῦμα (pneuma), que significa también “espíritu” o “respiración”, emparentado con ψυχή (psiqué) o “alma”. En la Antigua Grecia, el pneuma se refería a un principio vital, cuyo nivel de materialidad en el cuerpo variaba según la perspectiva de una u otra escuela filosófica.
Su uso se extendió también en la medicina, siendo discutido el término por algunos como Aristóteles, Praxágoras, Erasístrato y Galeno. Este último, quien vivió entre los siglos I-II a.C., tenía una teoría interesante para su momento.
Planteaba que existía un pneuma vital que fluía a través de las arterias, siendo transformado por el cerebro en pneuma psíquico, el cual, al fluir por los nervios, permitía al alma realizar sus funciones.
El término pneuma adquiriría luego un sentido más religioso y propiamente espiritual. Sería traducido en el judaísmo y el cristianismo como “espíritu”, haciéndose también afín al latín spiritus o “espíritu”.
La dimensión fundamental del ser humano
El término “Espiritualidad” es uno que a lo largo de la historia de la civilización occidental cristiana ha incorporado una gran riqueza de significados. Por eso, intentar definirla, como investigarla, es una tarea siempre desafiante.
A pesar de la gran cantidad de definiciones que se han dado de la espiritualidad, considero que todas ellas apuntan a lo mismo: es una dimensión fundamental del ser humano. Me atrevería a decir que inclusive, es inherente a lo que significa ser humano.
El homo religiosus es también homo spiritualis. Si bien vivimos en sociedades cada vez más secularizadas, donde la vivencia de lo religioso y lo espiritual se vuelve más difusa e indeterminada, en última instancia, como seres humanos, buscamos lo trascendente.
Claro está, el significado de lo que es trascendente y las formas de vivirlo se han pluralizado en nuestra época. Más allá de las instituciones y comunidades religiosas donde tradicionalmente se ha vivido y definido lo espiritual, lo último y decisivo para el ser humano.
Por ello, incluso algunos de los más representativos intelectuales del existencialismo ateo como Albert Camus, reconocían que todos deseamos una vida con sentido. Poderosa frase que recuerda esa necesidad de ir más allá de nosotros mismos, a la reflexión sobre nuestro modo de ser y estar en el mundo para así alcanzar una vida integrada y plena.
Independientemente de las creencias religiosas, en tanto seres humanos poseemos una dimensión última desde la cual nos posicionamos ante la vida. Una dimensión que nos constituye como seres integrales en cuerpo, alma y espíritu, y que nos mueve a buscar lo verdadero y lo pleno.
La espiritualidad desde el pensamiento católico
Tanto en la Sagrada Escritura como en la Tradición de la Iglesia católica, la espiritualidad es la experiencia de ser transformados en el Espíritu de Dios. Para García (2015), San Pablo nos habla del πνευματικῶς, es decir, el “hombre espiritual” que se dirige a la plenitud de Cristo (1 Cor 44-45). A este se le opone el σαρκικός u “hombre carnal” y el ψυχικός o “psíquico”.
El πνευματικῶς es así aquel que se ha liberado de las “obras de la carne”, de las pasiones, de los apegos terrenos. Es aquel que se ha revestido de Cristo (Gal 3,27), y que ha crucificado las obras de la carne con sus pasiones y deseos (Gal 5,24).
Más adelante, la espiritualidad será comprendida por los Padres de la Iglesia como la “vida según el Espíritu de Dios”. Como una apertura a la gracia divina que a lo largo de la Tradición de la Iglesia se iría entendiendo como un camino de santidad y de perfección que conlleva una intensa vida interior.
La espiritualidad católica es entonces una vida orientada hacia Dios, por medio de Cristo y bajo la acción del Espíritu Santo. Es esencialmente una participación del misterio trinitario en el día a día, tanto en lo personal, como también formando parte de una comunidad de fe.
Estando insertos en el devenir de la historia, asumir la espiritualidad desde la fe católica significa abrirse a una vida sobrenatural, a la inaprehensible realidad del Espíritu Santo y sus dones.
Esto nos lleva a una visión sacramental, en la que todo aquello que nos rodea es signo de una realidad invisible. Es un ser y estar en el mundo que encuentra su fuente y culmen en la Eucaristía como forma de unión mística con Cristo.
La crisis antropológica se traduce en una crisis de sentido
Durante la séptima Conferencia Anual de Innovadores Hispanos de la Fe en la Universidad Católica de América, el arzobispo de la ciudad de Los Ángeles, José Gómez, manifestó lo siguiente:
“La crisis que veo hoy es la siguiente: en nuestra sociedad, parece que ya no compartimos ningún entendimiento coherente o común sobre lo que significa ser un ser humano. A mi modo de ver, este problema tiene sus raíces en la pérdida más amplia de nuestra sociedad de la conciencia de Dios.” (2019, párr. 4)
Si en nuestra época ya no es tan claro y evidente qué es un ser humano, menos clara será la comprensión de qué es espiritualidad. Lo anterior se debe a una multiplicidad de factores, pero uno que ha pesado es la entronización del individuo como referente último de lo real.
Es decir, predomina hoy la concepción de que el individuo, sus inclinaciones intelectuales y sentimientos, son lo que determinan si algo es real o no.
De ahí el carácter indeterminado, fragmentario e individualista de la mayoría de las espiritualidades contemporáneas. Estas dan lugar a estilos de vida donde prevalece una deficitaria noción de la objetividad de la realidad última a la que tratan de orientarse.
Pensémoslo así: si la dimensión fundamental del ser humano no es mediada por la vinculación con otros, por una realidad objetiva y una tradición que trasciendan al individuo, se pierde la noción misma de lo que significa ser humano.
Si no se vislumbra que la realidad espiritual es objetiva, y no una mera proyección mental, la espiritualidad como tal pierde su razón de ser. Todo se reduce a las ocurrencias y vaivenes de cada quien, sin ningún referente externo y normativo que permita orientar la experiencia personal.
El conocimiento como amor y el amor como conocimiento
A raíz de lo anterior, para nosotros los católicos es necesario volver constantemente a las fuentes de nuestra espiritualidad: la Sagrada Escritura, la Sagrada Tradición y el Magisterio de la Iglesia.
En medio de los tres se encuentran la Teología como scientia Dei o ciencia de Dios, y la Mística como cognitio Dei experimentalis o conocimiento exprimental de Dios.
Es decir, el estudio sistemático de todo lo concerniente a la revelación de Dios y su vivencia en lo cotidiano. Revelación que ha sido aceptada y transmitida por la Iglesia como verdad objetiva y salvadora.
Sin un adecuado ejercicio teológico y filosófico, será difícil discernir de manera precisa y clara la complejidad de nuestra vida espiritual. A su vez, nos veremos imposibilitados para discernir también la naturaleza de todo este abanico de espiritualidades a la carta que nos inundan el panorama.
Recordémoslo: la espiritualidad es configurar toda nuestra vida al misterio de la persona de Jesucristo, imagen del Dios invisible y eterno (Col 1,15).
Por medio de Él participamos de la vida íntima del Dios Uno y Trino, movidos por la vitalidad y dinamismo amoroso del Espíritu Santo.
En otras palabras: La espiritualidad católica es vivir una historia de amor que tuvo un comienzo, pero jamás tendrá un fin. Lo único que resplandece es un inagotable presente en el que nos vemos movidos desde lo profundo a amar a Dios por Él mismo.
Referencias bibliográficas
García, J.M. (2015). Manual de Teología espiritual: epistemología e interdisciplinariedad. Ediciones Sígueme.
Del C. Fuentes, L. (2018). La religiosidad y la espiritualidad, ¿son conceptos teóricos independientes? Revista de Psicología 14(28), 109-119.
Rodríguez, M., Fernández, M. L., Pérez, M.L., & Noriega, R. (2011). Espiritualidad variable asociada a la resiliencia. Cuadernos Hispanoamericanos de Psicología, 11(2), 24- 49.
Máster en Estudios Teológicos y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de Costa Rica. Creador y Director de la Academia Plenitud del Misterio. Ha brindado formación en numerosas áreas que abarcan desde la teología, la mística y la espiritualidad hasta la investigación científica. Como laico, esposo e hijo de familia, se dedica a desarrollar su vocación de servicio a las almas a través de una perspectiva integral.