La vocación mística, ¿un fenómeno universal?

Las investigaciones interdisciplinarias sobre la mística realizadas en el último siglo han permitido tomar consciencia de algo extraordinario: se trata de un fenómeno humano universal.


Sí, podría ser una afirmación políticamente incorrecta en nuestra época, la cual ha desarrollado una alergia a toda verdad, principio o valor universal. Pero la realidad es que la mística, en tanto experiencia de unión transformante con Dios, con la realidad de su Ser absolutamente trascendente, se ha manifestado en distintas latitudes geográficas, socioculturales y religiosas.

Son experiencias religiosas y espirituales que han sido expresadas en un amplio abanico de lenguas, símbolos y conceptos teológicos o filosóficos. Su incidencia inclusive se puede apercibir en otros ámbitos más allá de lo religioso y lo teológico, tales como la literatura, las artes e inclusive en ciencias como la medicina, la psicología, la antropología, entre muchísimas otras.

La variedad de expresiones de lo místico nos recuerda no tanto la diversidad misma de dichas formas de expresión, como se enfatiza insistentemente hoy en día. Más bien nos aluden a esa esencia humana que es común a todos: la de ser imagen y semejanza de lo Divino (Gn 1,26-27).

Un problema frecuente en la mentalidad contemporánea es que las diversas formas de expresión de lo religioso y lo espiritual son asumidas como verdades en sí mismas, en función del individuo, cuando se trataría de destellos más o menos imperfectos de la Verdad última.

Tanto la Constitución Dogmática de la Iglesia Lumen Gentium, como la Encíclica Dominus Iesus, son claras en este punto fundamental pero ignorado por quienes promueven el indiferentismo religioso.

Por lo anterior, es importante tener presente que la mística sería un fenómeno universal que responde a una vocación natural en el ser humano para la vida espiritual. Sin embargo, ¿cuál sería la perspectiva católica a este respecto?

La vocación mística en clave católica

Desde una perspectiva católica, el hecho de que en cada ser humano resida una vocación mística y un potencial para alcanzar una comunión íntima, plena y sobrenatural con el Altísimo es ciertamente, esperanzador. Nos mueve a reflexionar sobre qué es aquello que nos hace ser humanos, qué es aquello que nos vincula los unos con los otros.

Se trataría de nuestra capacidad para encontrarnos y unirnos a Aquel que nos trasciende. La fe es por ello, un don sobrenatural, o para ser más precisos: una virtud teologal. No sería posible esta sublime experiencia de encuentro con el Señor a la que alude la mística si Él no nos concediese la luz divina para reconocerle. No obstante, será entonces decisión nuestra el acogerle y entregarnos a su voluntad.

Como bien lo afirmaba Santa Teresa de Jesús, Dios no se da a sí del todo hasta que nos damos del todo. Así, desde esta inefable realidad, vivida en lo más profundo del alma, se da entonces una apertura amorosa al mundo. Apertura que se sustenta en la verdad irrenunciable del encuentro con el Señor.

Es la genuina felicidad de quien desea compartir un tesoro. De quien trae una Buena Noticia o εὐαγγέλιον, tal y como Nuestro Señor Jesucristo exhortó a sus apóstoles. Recordemos: a bautizar a todas las gentes, enseñándoles a guardar todo lo que Él ha mandado (Mt 28,19-20).

En esta realidad mistérica nace la Iglesia, que, como Cuerpo Místico de Cristo, tiene a la salvación de las almas como su misión. Misión que no sólo es sostenida por el Espíritu Santo, sino que se despliega a través de su acción sacramental, educativa y espiritual.

Los místicos son en este sentido, la mejor expresión de la realidad sobrenatural que constituye la condición humana. Son un eco para el mundo del maravilloso misterio y frutos que emanan de la unión con Dios en Cristo.

La mística como lo plenamente humano y sobrenatural

Somos entonces irrevocablemente religiosos. Nacemos con una tendencia innata a la espiritualidad; evidencia irónica de esto es la creciente pluralidad religiosa de nuestras sociedades. Hoy las personas están cada vez más sedientas de un sentido último, aunque la forma y el fondo no están claros como en épocas anteriores.

Precisamente por esa exaltación tan desmesurada que se realiza de tal pluralidad o diversidad religiosa, hay un detalle en la mística que conviene recordar entre tanta confusión sobre qué es esta.

Al ser la experiencia vital y decisiva de lo plenamente humano y sobrenatural, no es negociable; es más: es irrenunciable.

Como lo llegó a afirmar el pensador judío G. Scholem, los místicos son los más fervientes practicantes de su religión. En el caso de la Iglesia católica, esta cuestión no deja lugar a dudas. Hombres y mujeres que a lo largo de la historia se han entregado totalmente a Cristo, han sido testigos de su presencia amorosa y sobrenatural.

Por ello, serían los primeros en oponerse a cualquier intento de relativizar o trivializar la verdad revelada en que se sustenta la fe católica. Intentos que son cada vez más frecuentes en la Iglesia por parte de un sector de católicos que han olvidado que de nada sirve ganar el mundo si se pierde el alma (Mt 16,26).

La vocación mística es universal, sí. Es connatural al ser humano, sí. Y precisamente por ello, ningún místico habría consentido en relativizar la verdad irrenunciable por la cual vivieron, amaron y sufrieron: Cristo como el único camino; y su Santa Iglesia Católica como la única realidad espiritual y sacramental en la que los seres humanos pueden salvarse.

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