Tres espejismos a evitar en la vida mística

La mística católica posee una riqueza espiritual sin parangón. Sin embargo, hay algunos espejismos que la rodean que pueden desviarnos de Cristo, nuestro fin último.

¿A qué me refiero con “espejismos”? A una serie de preconcepciones y estereotipos que distorsionan la realidad de la mística como experiencia profunda de Dios. Por ello, es fundamental aprender a distinguirlos tanto a nivel teórico como práctico, pues son un verdadero obstáculo para nuestra vida espiritual. Vamos a conocerlos.

Primer espejismo: el sentido y el sin sentido de la vida

 “Lo posmoderno es un ambiente cultural,

una condición de época.”

(Follari, 2010, párr. 7).

Nuestra época se ve hoy marcada por el rechazo y la desestructuración de los grandes relatos que han brindado un horizonte de sentido. Relatos que articulan las creencias y valores perennes que han constituido el alma de Occidente.

Vivimos en una época en la que es rechazado todo sistema de creencias y valores con una dimensión trascendente, sostenido y continuado en una tradición. ¿Qué ha quedado? La dictadura del relativismo, como ya lo afirmaba el Papa emérito Benedicto XVI durante la homilía de la Misa pro eligendo pontifice del año 2005.

  Así, como un péndulo, oscilamos entre dos extremos opuestos. El sentido pleno e inefable, y el sin sentido más doloroso y oscuro, tienen a las personas dando vueltas en su trajinar por este mundo.

El ritmo de vida de hoy en día nos obliga a elegir entre hallar un sentido a nuestras vidas, o sufrir inútilmente lo que el psiquiatra austríaco Víktor Frankl llamó el “vacío existencial”.

Todos hemos padecido esta ambigüedad, incluso quienes nos entregamos con sinceridad al milenario ideal cristiano, cuya cumbre es el amor a Dios en Cristo. Es una ambigüedad que sin duda afecta la experiencia de la fe.

Por momentos se vislumbra un reflejo del rostro de Dios, y en otros, se obscurece su presencia entre nubes. Desafortunadamente, muchos han sucumbido a la tentación de la incertidumbre, la desolación y el relativizar la presencia del Señor en nosotros.

La mística católica es justamente la hermosa contraparte. Es la experiencia de una profunda y transformante unión con Dios, incluso en las más difíciles e inciertas circunstancias. Muchos son los exponentes de lo que el ser humano puede llegar a convertirse cuando se abre a la Fuente sin causa de su existir.

Segundo espejismo: la mística por sí misma

Muy en relación con lo anterior, la mística, como lo he planteado antes, es el elemento más profundo y luminoso de la fe. Pero lo es cuando mantiene su armonía con los otros elementos que también la componen: el doctrinal, institucional, comunitario y moral (González de Cardedal, 2015).

La ambigüedad e incertidumbre son propias de nuestra condición humana, pues esta se halla fracturada por el pecado original de Adán (Rm 5,12-21). Sin embargo, la época contemporánea acentúa aún más esta condición, generando una fuerte carencia de sentido en la vida cotidiana.

Por ello, no es casualidad el ingente resurgimiento de lo religioso y lo espiritual en este presente siglo XXI: las personas necesitan vivir con sentido. En este contexto, la mística, al ser la experiencia de una profunda trascendencia, se ha vuelto un fenómeno muy anhelado y discutido en las presentes sociedades.

No obstante, el marcado individualismo de nuestras sociedades ha incidido también en lo religioso, y en la comprensión y vivencia de lo místico. He acá el segundo espejismo: la mística buscada por sí misma, o peor, como medio para que el individuo se busque solo a sí mismo.

Ciertamente la mística es un medio, pero no para regocijarnos en nosotros mismos, sino para conocer y amar a Dios por sí mismo. La mística no es la espiritualización y falsa sacralización del antropocentrismo de nuestra cultura.

Es la vivencia de una unión inefable con Cristo, quien con su Pasión, Muerte y Resurrección trajo la redención y la vida eterna (Rm 5,17-18).

Cuando la mística se deslinda de los demás elementos que constituyen nuestra fe, es una fuerza acéfala que termina consumiéndose a sí misma. Como una llama encendida en una cerilla que se extingue tras consumir el último tramo.

Tercer espejismo: las “místicas profanas”

Esto nos lleva al tercer espejismo: las místicas profanas, o místicas que no tienen a Dios como fin, sino al ser humano. Son místicas fruto de la secularización, la cual es un fenómeno que en última instancia implica la desacralización de la vida.

Esto ha llegado a incidir en la forma de comprender y vivir lo religioso, lo espiritual, y, por ende, la mística. Las místicas profanas son por ello una forma de humanismo pretendidamente sacro, y en mi criterio, quizás algo crítico, quizás algo exigente, no es mística auténtica, sino genérica.

Son místicas que forman parte de lo que López (2012) llama la “cultura de la transformación personal”, surgida desde los años setenta del siglo XX. Es una cultura centrada en “la experiencia de la renovación profunda del yo, que combina terapia y espiritualidad, psicología y religión.” (p. 78)

Este fenómeno, surgido en las sociedades norteamericanas y europeas, pero cada vez más presente en América Latina, responde al vacío existencial generado por la modernidad.

Se desvincula del materialismo y el desencantamiento de la modernidad, pero adopta su individualismo, pues se trata de místicas y espiritualidades que rechazan a las religiones institucionales, caracterizadas por poseer un sistema de creencias, valores y prácticas que se han desarrollado al amparo de una tradición.

La historia de la Iglesia católica nos ha mostrado que sin un cuerpo doctrinal y moral que la fundamente, ni una institución y comunidad en la que pueda germinar, la mística no va para ningún lado, excepto al mismo sujeto que la busca y la produce por sus propios medios.

Se convierte en una experiencia puramente autorreferencial, cuya supuesta trascendencia se difumina en los márgenes infranqueables del mismo individuo. La mística católica es justamente la experiencia de una realidad que no podemos controlar, pero de la que formamos parte de la manera más íntima.

El amor a Dios en Cristo: el fin último

Algo habremos escuchado del amor de Dios, ¿pero del amor a Dios? ¿de nuestra capacidad de amar a la Fuente misma de todo? Dios es la cumbre de todo anhelo humano, quien lleva al ser humano a su plenitud, desde sí mismo, y hacia una eternidad ascendente y profundísima (Royo Marín, 2002).

La manera de expresar tan sublime realidad en nuestra tradición católica ha sido variada, pero ultimadamente reconciliable. Por ello, una vez identificados estos tres espejismos, necesitamos volver a la perfección cristiana, a través de la cual podremos comprender y vivir la mística en su verdadero horizonte: Cristo.

Aunque incomprensible en principio por su realidad desbordante, la perfección cristiana, que es el amor, constituye el sustrato trascendente de nuestra civilización occidental cristiana.

El amor de Dios, que siempre nos impulsa a amarle, se sigue transparentando más allá del velo oscuro de la época postmoderna en que vivimos. Nos mueve a abrirnos a una vida sobrenatural, permeada por un más allá que es irreductible y absolutamente interpelante. En este sentido, necesitamos recordar que creer es ver a Dios en todo, pues todo es gracia.

Referencias bibliográficas

Follari, R. (2010). Reflexiones sobre posmodernidad, multiculturalismo y movimientos sociales en América Latina. Utopía y Praxis Latinoamericana 15(49), 53-67.

González de Cardedal, G. (2015). Cristianismo y mística. Editorial Trotta.

López, J. (2012). Espiritual pero no religiosa: la cultura de la transformación personal. Ilu Revista de Ciencias de las Religiones 17, 77-99.

Royo Marín, A. (2002). Teología de la perfección cristiana. Biblioteca de Autores Cristianos

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