Breves reflexiones sobre el Purgatorio

El amor de Dios por nosotros trasciende los límites aparentemente infranqueables de la muerte, vinculándonos los unos a los otros a través de la gracia.

Esta es la realidad espiritual que se transparenta gloriosamente en la muerte de Cristo en la cruz.  La redención traída por el Señor perdura continuamente, renovándose de manera incruenta en el santo sacrificio de la Misa al que todos podemos tener acceso.

Desafortunadamente, vivimos en sociedades donde se ha perdido el sentido de lo sobrenatural. La virulencia de un rancio materialismo obscurece la comprensión teológica y mística que el laico puede adquirir sobre las verdades reveladas.

Una de las más incomprendidas es la del purgatorio, un estado transitorio después de esta vida que para muchos resulta enigmático y difícil de creer.

Sin embargo, en este mes de noviembre en que se conmemora a todos los santos y también a los fieles difuntos, merece recordarse que el purgatorio no sólo es un dogma de fe de la Iglesia, sino que también es una realidad que nos habla ante todo de la misericordia infinita de Dios.

Una misericordia que no se ve limitada por el maniqueísmo de quienes quieren encasillar el amor de Dios entre la plenitud del Cielo, o la condenación del Infierno.

La realidad de la salvación es más compleja, mistérica y rica de lo imaginable, como la misma Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia dejan constancia.

El Purgatorio: creído y rechazado a lo largo de la historia

“Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios,

pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación,

sufren después de su muerte una purificación,

a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo.”

(Catecismo de la Iglesia Católica. N. 1030)

Alusiones al Purgatorio se encuentran en el Antiguo Testamento en II Mac 12,43-46, y posteriormente en Mt 12,12 y 1 Cor 3,11-1. Así, fue reafirmado por numerosos Padres de la Iglesia como Tertuliano, Orígenes, San Ambrosio, San Agustín, San Jerónimo y San Gregorio Magno.

El desarrollo de la comprensión de la verdad del Purgatorio continuaría en siglos posteriores, alcanzando una sistematización teológica importante en Santo Tomás de Aquino y San Roberto Belarmino.

A esto se le sumaron posteriormente los testimonios de varias místicas como Santa Catalina de Génova y Santa Teresa de Jesús. Dichas revelaciones continúan hasta el presente, en las revelaciones de Santa Faustina Kowalska, Natuzza Evolo y María Simma.

En ellas se hace eco de la existencia del Purgatorio, como también de la necesidad de interceder por las almas que ahí se encuentran. Lamentablemente, es una verdad revelada que a través de los siglos también ha sido víctima de la increencia y los ataques de algunos grupos heterodoxos.

Aerianos, valdenses, albigenses, husitas y varios grupos protestantes, entre muchos otros, han negado la existencia del Purgatorio, y que los difuntos puedan verse beneficiados por la intercesión de quienes todavía peregrinan en este mundo, y de quienes gozan de la visión beatífica en el Cielo.

A raíz de esto, el Purgatorio fue proclamado como dogma de fe por el Concilio de Florencia (1431-1445), y reafirmado por el Concilio de Trento (1545-1563) ante los embates del protestantismo.

El amor nos conecta y nos salva: la realidad de la gracia

En mi criterio, el principal problema que muchos encuentran para comprender y creer en la realidad del Purgatorio es la condición de época en que vivimos. La cultura moderna es marcadamente hedonista, individualista, y relativista en lo moral, esta última entendida en términos puramente inmanentes.

Así es, por ende, la concepción cultural del amor, ligada enteramente al individuo y sus vaivenes emocionales como realidad insuperable. Los imaginarios sociales sobre la muerte están también permeados por el tabú; la muerte es esa realidad que se prefiere evitar.

Debido a esto último, no hay una percepción clara de que los pensamientos, palabras y acciones en esta vida tienen un eco en la eternidad. A como una piedra que es lanzada en el agua genera ondas en su superficie, así vamos dejando huella en la historia de la salvación.

Es necesario recordar que la Iglesia es un organismo vivo y, sobre todo, cuerpo místico. El Corpus Mysticum es mencionado por San Pablo en I Cor 12,12-14, y nos muestra que los bautizados estamos interconectados por la gracia.

En este sentido, el amor va más allá de la muerte, nos vincula a los seres queridos que han dejado este mundo, como a quienes nunca hemos conocido. He ahí el misterio de la comunión de los santos, el cual nos muestra que la gracia fluye a través de nuestras acciones y oraciones por aquellos que amamos.

Creer en el Purgatorio es amar más allá de nuestros límites

¿Hasta dónde puede llegar nuestro amor? Es este un detalle importante, porque es natural y humana inclinación amar a quienes nos aman, a quienes forman parte de nuestra familia, amigos, etc.

¿Qué no haríamos por aquellos a quienes amamos para salvarlos y procurar su bienestar y plenitud? Pero como bien dice el Señor, si amamos solo a quienes nos aman, ¿cuál es la gracia, el mérito? (Lc 6,32).

Los santos y místicos de la Iglesia, especialmente quienes han recibido el don de recibir visitas de las almas purgantes, nos lo reafirman. Un amor santificado es orar y ofrecer penitencias y sufragios por personas a quienes nunca conocimos, pues el Señor ve el corazón (1 Sm 16,7).

Es trascender los propios límites de nuestra subjetividad, y superar lo que el psicólogo alemán Erich Fromm llamó la “separatidad”. Es decir, la consciencia de nuestra individualidad, para abrirnos a una realidad sobrenatural que se sustenta en el amor.

Amor que como bien lo afirma San Pablo, es sufrido y benigno (1 Cor 13,4-8). No es casualidad que las dos obras que más ayudan a las almas del Purgatorio son el sacrificio de la Santa Misa y las oraciones.

Nos necesitamos los unos a los otros, tanto en esta vida como más allá de ella. En última instancia, nuestro amor y sus frutos hallan su plenitud y sentido en el amor de Cristo crucificado, camino, verdad y vida (Jn 14,6).

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *