Si alguien me hubiera comentado hace unos años que se puede morir de felicidad, no lo habría creído, o habría reaccionado con escepticismo.
Sin embargo, algunos recientes estudios nos han mostrado que el corazón puede sufrir una súbita detención ante un momento de felicidad o amor muy intenso.
Por eso, cuando medito en el misterio de la Asunción de María, una sensación de asombro y esperanza recorre mi alma, pues si se puede morir de amor a una persona, ¿cómo será morir de amor a Dios mismo?
Uno de los dogmas más desafiantes para la mente contemporánea
El misterio de la Asunción de la Santísima Virgen no sólo es el más reciente dogma de fe definido por el Magisterio de la Iglesia católica, sino también uno de los de más difícil comprensión.
¿Cómo es posible que el Dios trascendente decidiese nacer de una criatura, a la que preservó del pecado original, y al final de sus días la preservase también de la corrupción de la muerte?
Esto, más que causar indiferencia, no deja de maravillar a quien conserva su capacidad de asombro, a la manera de los niños (Mt 18,3). La fe es un don divino, definitivamente.
No obstante, creo que todos al menos en alguna ocasión habremos sentido en nuestro pecho esa enigmática fusión de dolor, ternura y de pasión que puede suscitar la experiencia de amar a una persona.
A algunos incluso les habrá provocado más de un desmayo, al verse sobrecargada su presión sanguínea y vaciados sus niveles de oxígeno en el cerebro por la intensidad de las emociones que invaden el cuerpo.
Ahora imaginemos que la intensidad de una experiencia así es elevada exponencialmente hasta límites inimaginables, como una olla de presión cuando es calentada al máximo.
Vivencias similares han testimoniado numerosos santos y místicos a lo largo de la historia. Pero la Asunción de la Virgen es un misterio fascinante, de otra dimensión.
Promulgado por el Venerable Papa Pío XII el 1 de noviembre de 1950, la Asunción de María no hace sino estremecernos de reverencia, asombro y consuelo ante aquello que Dios tiene preparado para los que le aman (1 Cor 2,9).
En la Constitución Apostólica Munificentissimus Deus, Pío XII declara que “la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste.” (N. 44)
Esto celebramos todos los 15 de agosto, pero ¿cómo fue que sucedió esto exactamente? Posiblemente quien mejor expresó lo que significa la Asunción de la Virgen fue San Juan Damasceno (675-749 d.C.), un Padre de la Iglesia de origen sirio:
Era necesario que Aquella que en el parto había conservado ilesa su virginidad conservase también sin ninguna corrupción su cuerpo después de la muerte. Era necesario que Aquella que había llevado en su seno al Creador hecho niño, habitase en los tabernáculos divinos. Era necesario que la Esposa del Padre habitase en los tálamos celestes. Era necesario que Aquella que había visto a su Hijo en la cruz, recibiendo en el corazón aquella espada de dolor de la que había sido inmune al darlo a luz, lo contemplase sentado a la diestra del Padre. Era necesario que la Madre de Dios poseyese lo que corresponde al Hijo y que por todas las criaturas fuese honrada como Madre y sierva de Dios.
(Encomium in Dormitionem Dei Genitricis semperque Virginis Mariae)
Cada uno de esos “era necesario…” se puede convertir en una oración desde el corazón, pues efectivamente, el amor es lo que hizo necesario lo que para muchos resultaría imposible.
Para comprender mejor el dogma de la Asunción es siempre provechoso sondear en el dogma de la Inmaculada Concepción, promulgado por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854 en la bula Ineffabilis Deus.
Ambos misterios forman parte de una sola realidad: la de que la Madre de Dios había de ser una criatura libre de todo mal, fruto de la frágil alma humana.
Pero no estaría libre de sufrimiento, al ver padecer a su Divino Hijo torturado y crucificado en un madero por la redención de todos, pues como se lo anunció el anciano Simeón, una espada atravesaría su alma (Lc 2,25-35).
Pero ¿qué tiene que ver esto con el hecho de que una persona pueda morir de felicidad o de amor? Pues bien, a que este es el misterio que devela la Asunción de la Madre de Dios en cuerpo y alma al cielo.
Ella murió a fin de conformarse con su Hijo, que como bien lo dice el himno de Flp 2,6-11, siendo de condición divina, no hizo alarde alguno de la misma, sino que se despojó de sí mismo hasta padecer la muerte, y una muerte en cruz.
Así, al pasar María por la muerte, pasó también por la gloria de Cristo, reafirmando la verdad de la encarnación y de la resurrección en ella misma. Se trata de un misterio de amor, como cada dogma definido a lo largo de la historia de la Iglesia.
El horizonte más allá de la muerte
En su clásico y monumental tratado sobre la Santísima Virgen, Alastruey aborda entre otras cuestiones, si María murió antes de ser asunta al Cielo por Dios, y qué tipo de muerte fue esta.
No murió por enfermedad o por vejez, pues como lo reafirma la Tradición de la Iglesia, dejó este mundo relativamente joven, y no padeció enfermedad alguna.
En este sentido, Alastruey recupera lo sostenido por la Teología católica durante siglos: que la Santísima Virgen tuvo una muerte extática, fruto de una contemplación tan intensa y profunda del amor celestial de Dios.
Por lo anterior, Alastruey nos afirma lo siguiente:
Si, pues, el alma de María así se abrasaba en amor divino, y a cada instante se inflamaba con nuevos afectos de deseos celestiales, no ha de admirarnos que, absorta en ellos, se enajenara más y más de su cuerpo cada día, y por, se desenlazara de él por la muerte. (Alastruey, 1947, p. 417).
La Santísima Virgen, viviendo en un estado prácticamente continuo de contemplación y amor extático hacia Dios, murió de amor, sin padecer dolor alguno, pudiendo participar de la promesa de la Resurrección.
¿No es esta una de las historias de amor más hermosas y conmovedoras que hayamos escuchado? María, al ser la plena de gracia (Lc 1,28), padeció la muerte, pero hay que distinguir entre la muerte y la corrupción del sepulcro, siendo así que María pasó por la primera, más no por la segunda.
Por eso, meditamos con San Juan Damasceno otra hermosa reflexión, que nos interpela en lo más hondo:
“¿Cómo había de devorar la muerte a esta verdaderamente bienaventurada, que prestó oídos a la palabra divina, que fue llena por operación del Espíritu Santo, que a la espiritual salutación concibió al Hijo de Dios sin voluptuosidad ni viril consorcio y sin dolor alguno le dio a luz? ¿Cómo había de ser retenida en el reino de la muerte? ¿Cómo la corrupción había de invadir aquel cuerpo en que fue recibida la Vida?
(De dormit. B. Mariae).
De esta forma, meditar en el misterio de la Asunción nos lleva a comprender la realidad de nuestra propia muerte, de nuestra fragilidad producto del pecado.
Pero también hay algo, muy adentro de nosotros, que nos hace capaces de ser partícipes de la gracia divina en nuestra debilidad. No en vano se gloría San Pablo en su debilidad, para que resplandeciese la gloria del amor de Dios (2 Cor 12,9).
Por ello, en la Asunción de la Santísima Virgen se nos revela también el amor de Dios, que nos desborda y envuelve, pudiendo llevarnos a contemplar su infinito misterio, si así lo permitiésemos cada día de nuestras vidas.
Referencias bibliográficas
Alastruey, G. (1947). Tratado de la Virgen Santísima. Biblioteca de Autores Cristianos
Máster en Estudios Teológicos y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de Costa Rica. Creador y Director de la Academia Plenitud del Misterio. Ha brindado formación en numerosas áreas que abarcan desde la teología, la mística y la espiritualidad hasta la investigación científica. Como laico, esposo e hijo de familia, se dedica a desarrollar su vocación de servicio a las almas a través de una perspectiva integral.
Excelente artículo. Muy informativo y, sobre todo, muy sentido. Vale la pena sacar el ratito, para leerlo.