La perfección cristiana, en palabras breves, es la unión amorosa y transformante con Dios, es decir, el fin último de todo cristiano.
Pero en sí, me atrevo a afirmar que es el fin último de todo ser humano, y del universo creado.
Perfección viene del latín perfectio, es decir, aquello que tiene todo el ser, toda la realidad que le corresponde según su naturaleza (Royo Marín, 2002).
Hemos sido creados para participar de la gloria de Dios, no es poca cosa. Por ello, para muchas figuras notables de la mística católica, la perfección del ser humano se traduce en la perfección del amor.
Ser perfectos no significa nunca equivocarnos, sino dejar que Dios tome el control de nuestras vidas, y sea Él quien nos vaya moldeando a voluntad. Es el Señor quien nos santifica con su gracia; a nosotros nos corresponde ir dejándonos amar y ser transformados por esa realidad divina.
Fácilmente podemos comprobar que esto no es camino fácil, y debido a esto, es una verdad que con frecuencia hay que meditar en cada situación de la vida.
Por eso, ser perfectos, a como nos invita el Señor (Mt 5,48), significa para empezar, el aprender a ser pacientes con nosotros mismos.
San Pío de Pietrelcina afirmaba lo siguiente:
“El que aspira al puro amor de Dios, no necesita tanto tener paciencia con los demás cuanto tenerla consigo mismo. Para conquistar la perfección, se necesita tolerar las propias imperfecciones. Digo tolerarlas con paciencia y no ya amarlas. Con este sufrimiento crece la humildad.” (Comunicación personal, 25 de noviembre de 1917, a Luis Bozzuto – Ep. IV, p. 403)
Es como si intentásemos moldear una escultura de metal con nuestras propias manos, terminaríamos ocasionándonos múltiples heridas antes siquiera de lograr una forma estéticamente distinguible.
Necesitaríamos entonces fuego y herramientas para poder comenzar a moldear esa masa amorfa de indomable y tosco metal.
Pero en la vida de fe, resulta que no somos nosotros quienes moldeamos, sino Dios mismo en su silenciosa presencia. Mejor veamos de qué trata esto.
La perfección cristiana es dejarse amar
En su extraordinaria autobiografía, el místico estadounidense Thomas Merton narra una dolorosa experiencia en la que su hermano menor fue excluido de un juego.
Al leerla, de inmediato se identifica uno con su hermano, un pobre niño de cinco años, a quien alejaban con pedradas para que no se acercase.
Pero el pequeño se queda inmóvil, entristecido e indignado por tan violenta injusticia, y, sin embargo, puede más su deseo de acompañar a los niños. Por eso, permanece ahí, a pesar de las injurias, rechazo y humillación que sufre.
A partir de esta triste pero conmovedora anécdota, Merton reflexiona sobre la naturaleza del amor y el pecado, y así, considera que este es “la voluntad deliberada y formal de rechazar el amor desinteresado hacia nosotros por la razón puramente arbitraria de que simplemente no lo queremos.” (trad. en 2009, p. 23)
El pecado, más allá de infringir los mandamientos del Señor, es en última instancia un rechazo del amor incondicional de Dios por un bien finito. Su amor permanecerá inmutable, pero nuestro vacío existencial no; se acrecentará indefinidamente hasta secar el alma, como el mismo Merton llegó a afirmarlo.
Después de corroborar el recto cumplimiento de los mandamientos, Jesús invita al joven rico a seguirle, con la condición de que se despoje de todo lo que es preciado para él (Mt 19,16-26). Ya conocemos el triste desenlace de ese encuentro.
Seguir a Cristo es dejarse amar y configurar por Él, y eso no será posible si no nos libramos de todo lo que impida su presencia en nuestras almas.
En ambas reflexiones, notamos cómo entonces la perfección cristiana es ser transformados en el amor de Dios, cuando este es plenamente aceptado y acogido. Insisto, es un dejarse amar.
El precio de desvirtuar la fe para congraciarse con el mundo
La perfección del amor puede ser nuestro horizonte vital, más allá de las cambiantes circunstancias sociohistóricas y culturales en que nos hallemos.
Circunstancias que muchos incurren en el error de absolutizar. Se nos dice por todas partes que la situación actual de secularización, pérdida de legitimidad de las instituciones religiosas, así como la increencia, son algo inédito en la historia de la humanidad. Sí, de cierto que lo es.
Pero no deja de sorprender cómo algunos católicos, en lugar de seguir proclamando con fuerza la verdad salvadora de Cristo, parecen más interesados en congraciarse con la mentalidad contemporánea.
Algunos están incluso dispuestos a renunciar a este horizonte del amor, con tal de ser aceptados como razonablemente creyentes, pero quizás, no enamorados de Dios.
Cierta Teología católica moderna, en su necesidad de presentar la verdad salvadora del cristianismo en una manera digerible para el ser humano de hoy, afirma de manera cansina que la fe es una decisión libre y consciente del ser humano.
Parece que fuese indispensable aclarar esto hasta el hartazgo, para que, en nuestras sociedades de la corrección política, nadie se ofenda ni se sienta coaccionado.
Así, se termina desvirtuando la fe, pues se la presenta como una mera experiencia centrada en nosotros mismos, en nuestras decisiones, antojos, vaivenes emocionales, etc.
“Mira, yo he puesto delante de ti hoy la vida y el bien, la muerte y el mal.” dice el Señor en Deuteronomio 30,15-19.
Sí, el factor volitivo es una pieza fundamental en la vida espiritual. Dios respeta la libertad humana, y sin una decisión consciente de entregarse a Él, nada florecerá.
Pero hay un detalle que hoy con frecuencia se pierde de vista, y que todos los santos y místicos de nuestra Iglesia han resaltado.
El heroísmo que reside en la perfección del amor
El detalle es el siguiente: En el momento en que conscientemente decidimos creer, amar y confiar en Dios, nos abrimos a una realidad espiritual que no está bajo nuestro control.
Abrirse a tan misteriosa y profunda realidad ha sido la parte difícil para todos los seres humanos, y creo yo, mucho más lo es para los de hoy en día.
Sin embargo, el horizonte vital del amor sigue ahí presente, y elegirlo, es elegir algo inauditamente hermoso. En las presentes circunstancias históricas, la perfección que exige una fe sincera y devota puede ser el acto más heroico que transfigure nuestras vidas.
Cuando la vivimos en el contexto que nos ha tocado, los resultados son absolutamente distintos a la realidad del vacío existencial que caracteriza a nuestra época.
Hay una opción última que se puede elegir con dignidad, solvencia intelectual y con toda la seriedad del caso: el amor.
Es lo que ha movido a extraordinarios hombres y mujeres a lo largo de la historia, y para el católico, como para cualquier persona que haya despertado a la realidad de la vida, el amor es el vínculo directo del alma con Dios.
El vacío existencial que muchos sufren hoy en día es esencialmente una pérdida de la capacidad de amar. Muchos han descubierto, o redescubierto, que el amor es la realidad fundamental del ser humano.
Más que un problema de índole religiosa y teológica, que lo es, es también un problema antropológico, psicológico, social y hasta económico, de consecuencias devastadoras como lo observamos repetidamente.
Nos lo recuerdan con preocupación psicólogos, sociólogos, economistas, filósofos y demás profesionales en sus respectivos lenguajes.
La descomposición social a la que atendemos es signo de una pérdida del vínculo con esa realidad fundamental, que nos religa y vivifica.
La escuela de la perfección cristiana: el camino del amor
El amor es paciente y muestra comprensión. El amor no tiene celos, no aparenta ni se infla. No actúa con bajeza ni busca su propio interés, no se deja llevar por la ira y olvida lo malo. No se alegra de lo injusto, sino que se goza en la verdad. Perdura a pesar de todo, lo cree todo, lo espera y lo soporta todo
(1 Cor 13:4-7).
Es así como este pequeño verso, uno de los más hermosos del Nuevo Testamento, constituye toda una escuela de cómo aprender a vivir.
Sintetiza de forma magistral el propósito último del ser humano: participar de la vida divina, ser transformados en Dios. Por ello, desde hace siglos, en la Teología católica se nos habla de la perfecta conformidad con la voluntad de Dios.
La perfección cristiana es una transformación de todo lo que somos y hacemos; una experiencia que, en última instancia, es don de Dios.
Para el católico como para cualquier cristiano, Dios es el referente, cuya gracia y amor infinitos tocan todas las actividades y proyectos que van dando sentido a la vida.
Es la fuente silenciosa, inefable y trascendente que constituye ese horizonte que resiste los embates de la incertidumbre que caracteriza a la vida contemporánea.
Ambos extremos: perfección cristiana y vacío existencial, son realidades que se encuentran en el camino, ante las cuales las personas pueden adoptar actitudes muy distintas.
Actitudes más cercanas a esa fuente de sentido último que es Nuestro Señor, o algunas más lejanas y profanas, conformes al mundo imperante.
Entre todo esto, San Pablo, nos vuelve a recordar lo esencial:
“Por encima de esta vestidura pondrán como cinturón el amor, para que el conjunto sea perfecto” (Col 3:14).
Referencias bibliográficas
Royo Marín, A. (2002). Teología de la perfección cristiana. Biblioteca de Autores Cristianos
Merton, T. (trad. en 2009). La montaña de los siete círculos. Editorial Porrúa.
Máster en Estudios Teológicos y Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional de Costa Rica. Creador y Director de la Academia Plenitud del Misterio. Ha brindado formación en numerosas áreas que abarcan desde la teología, la mística y la espiritualidad hasta la investigación científica. Como laico, esposo e hijo de familia, se dedica a desarrollar su vocación de servicio a las almas a través de una perspectiva integral.