San Vicente de Paúl (1581-1660), un hombre sencillo, entregado a Dios en su amor por los otros, fue sin duda conocido por sus muchas virtudes.
Sus reflexiones despuntan no tanto por la hermosa claridad de sus argumentos, sino por cómo hilvana el conocimiento teológico con la vivencia de la fe.
Cuando se estudia la figura del sacerdote francés, se percibe el aroma a humildad que perfumó toda su santidad, reflejo del amor de Dios. Su cuerpo incorrupto, conservado hasta hoy día en la Iglesia que lleva su mismo nombre ubicada en París, es signo de esto y más.
Al ahondar en sus escritos, especialmente en la Conferencia 134 del Manuscrit des conferences, un texto que recoge las principales charlas del santo, quiero destacar sus cortas pero densas reflexiones sobre una virtud en particular. Se trata de la sencillez.
¡Qué virtud tan difícil de encontrar hoy en día! Y, ¡qué difícil abrir nuestra alma para que Dios nos conceda la misma transparencia del agua!
Mucha es la cizaña que tenemos que arrancar en nuestros corazones para sentirnos un poco menos indignos de que el Señor entre en nuestra casa. Tanto hoy, como en épocas anteriores, la sencillez, como la humildad, son sublimemente bellas, justamente porque son signo de la presencia misteriosa de Dios.
¿Qué es la sencillez para San Vicente de Paul?
La sencillez tenía un lugar importante para el santo francés. De hecho, constituía para él la primera de las cinco virtudes fundamentales que debían practicar los misioneros pertenecientes a su congregación. Pero creo yo, todos podemos aprender algo de la sabiduría que Cristo infundió en él, y vivirlo a plenitud.
En palabras claras, San Vicente nos afirma que la sencillez lleva tras de sí un propósito trascendente, pues es un acto de amor a Dios. Consiste en “hacer todas las cosas por amor de Dios, sin tener otra finalidad en todas las acciones más que su gloria.” (trad. en 1974, p. 586)
Esto lleva tras de sí un profundo significado teológico. Dios es amor (1 Jn 4,16), y en ese sentido, nos afirma Santo Tomás de Aquino que el amor es por naturaleza “el primer acto de la voluntad y del apetito.” (S. Th. I, 20, 1).
Así, al haber en Dios voluntad como el Aquinate lo demuestra en S.Th. 1, 19, 1, se deduce que en Dios hay amor, y es, por tanto, de quien proviene toda intención o acto amoroso.
El amor, nos dice Santo Tomás, busca el bien por sí mismo, y al sujeto para quien anhela ese bien; amamos a los demás como nos amamos a nosotros mismos. Procuramos su bien, como lo procuraríamos con nosotros mismos.
Así, el amor es una fuerza que unifica, no fragmenta ni desune, pues su origen, Dios mismo, no es compuesto ni fragmentado, sino perfectamente simple.
El bien que el Señor quiere para sí no es cosa distinta de Él mismo, nos dice Santo Tomás en S.Th. 1, 6, 3. Esto es lo que refleja una persona que comprende y vive la sencillez a plenitud, tal y como lo testimonia San Vicente de Paul.
Aprender a ser sencillos toma una vida
Alcanzar la coherencia entre pensamiento, palabras y acciones se asoma en lo alto de la cima, y muchos flaquean estrepitosamente intentando alcanzarla. No es para menos, la sencillez es algo difícil de comprender, más aún de llevar a la práctica; necesitamos ser pacientes con nosotros mismos.
San Vicente no sólo tenía claro esto a nivel intelectual, sino a nivel de la experiencia vivida. Él fusiona el conocimiento teológico con la vivencia mística del amor de Dios, afirmándonos lo siguiente sobre la sencillez:
“En eso es en lo que consiste propiamente la sencillez. Todos los actos de esta virtud consisten en decir las cosas sencillamente, sin doblez ni artificio; ir derecho a nuestro propósito, sin rodeos ni andar con recovecos.” (trad. en 1974, p. 586)
Ser sencillos significa que todo aquello que nazca y se manifieste en nosotros tenga un único fin: el amor. Hacerlo todo con amor y por amor a Dios, nada más imaginémoslo por un momento.
Por eso San Vicente nos lo reafirma:
“La sencillez consiste, por tanto, en hacerlo todo por amor de Dios rechazando toda mezcla, ya que la simplicidad es la negación de toda composición.” (trad. en 1974, p. 586)
Como lo afirmaba anteriormente, Dios no es compuesto, es decir, en Él no existe mezcla o distorsión alguna, es perfecta e infinitamente simple.
De esta forma, la persona sencilla medita, y aprende a ser tan transparente, tan dócil al amor de Dios, que literalmente su luz se refleja en esa alma, a como lo haría cuando atraviesa un vitral. ¡Cuánta belleza hay en un alma sencilla! Un alma en la que no exista la doblez de corazón, requisito fundamental para aquellos que entran al combate espiritual (1 Cr 12,33).
La virtud de la sencillez: buscar solamente a Dios
El alma sencilla va entonces, a lo esencial. Por ello, nos afirma San Vicente que “hay que desterrar cualquier mezcla, para buscar solamente a Dios.” (trad. en 1974, p. 586).
Al conocimiento teológico de la virtud, se vincula la experiencia de esta en la realidad cotidiana, compleja e impredecible. En este sentido, una de las mejores formas de vivir sanamente la virtud de la sencillez consiste en aprender a ser asertivos.
La asertividad es la capacidad de expresar nuestras ideas, emociones, actitudes y deseos con claridad, y de una manera emocionalmente equilibrada. Es decir, yendo a lo esencial, sin rodeos, autoengaños y mentiras.
Esto es válido en todo el ámbito de nuestras relaciones sociales, pero sobre todo respecto a nosotros mismos. La asertividad es así una habilidad social que, si lo vemos desde un punto de vista teológico, se emana de una profunda vivencia de la virtud de la sencillez.
El alma sencilla es asertiva, directa, clara y sin ambigüedades, porque todo aquello que busca tiene por fin a Dios mismo, plenamente simple y profundo.
Por eso el mismo Señor lo afirma en Mt 5,37: “Cuando ustedes digan “sí”, que sea realmente sí; y, cuando digan “no”, que sea no. Cualquier cosa de más, proviene del maligno.”
A nivel teológico como psicológico, entre más artilugios le agreguemos a la verdad, sobre todo respecto a nosotros mismos, más fácilmente seremos presa del mal.
“El mundo está empapado de doblez…”
Hasta acá se podría entrever que nuestro santo francés aborrece los artificios, artimañas, pomposidad y doble sentido que desafortunadamente caracterizan el hablar y actuar de muchos, que literalmente actúan.
Nos volvemos expertos en engañarnos a nosotros mismos, y no en ser absolutamente honestos, en ver con claridad y sin anestesia nuestro interior. Eso es para valientes.
San Vicente no escatima en su realismo: “Es difícil ver hoy a un hombre que hable como piensa; el mundo está tan corrompido que no se ve más que artificio y disimulo por todas partes.” (trad. en 1974, p. 587)
Tomemos en cuenta que esto lo dijo en 1659, ¿ha cambiado en algo dicha realidad? Cada quien juzgará según su perspectiva.
Si el mundo estaba empapado de doblez en aquella época, en la nuestra se ha acrecentado exponencialmente. Nuestras sociedades, cada vez más tecnologizadas e informatizadas, facilitan múltiples formas de encubrir nuestro verdadero rostro.
Alcanzar la virtud de la sencillez es fruto de la gracia de Dios, pero también de nuestro esfuerzo por aprender a no ocultar nuestro rostro. Si queremos conocer más íntimamente al Señor, necesitamos ser sencillos, ya que Dios “se complace y comunica sus gracias solamente a las almas sencillas.” (trad. en 1974, p. 587).
El fundador de la Congregación de la Misión y la Compañía de las Hijas de la caridad nos dice que la doblez es la peste del misionero.
Pues bien, puedo decir que la doblez es también la peste de un mundo donde ahora se ha vuelto necesidad y costumbre usar mascarillas. Ojalá que no tengamos que utilizar también mascarillas para el alma, pues San Vicente nos invita justamente a eso: a deshacernos de las máscaras.
Comencemos por ser totalmente sinceros con nosotros mismos, y así, podremos abrir las puertas de nuestras almas al amor de Dios.
Por eso, hago mías las palabras de San Vicente:
“Hermanos míos la virtud de la sencillez, de la simplicidad,
¡qué hermosa virtud!”
Referencias bibliográficas
Santo Tomás de Aquino. (Trad. en 2009). Suma de Teología. I parte, I. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.
San Vicente de Paul. (Trad. en 1974). Obras completas. Tomo XI. Salamanca: Ediciones Sígueme.
Papá era vicentino. Recogía la limosna en misa y luego la iba a repartir a los tugurios.
Saludos
Qué hermoso testimonio; como tantos otros que crecen en la santidad silenciosa para bien del pueblo de Dios.
Bendiciones