En camino a la Cena del Señor

En cada misa participamos de la Cena del Señor, sumergiéndonos en una realidad espiritual que desborda nuestra comprensión, y que, a su vez, nos transforma.


El acontecimiento de la Resurrección sin duda funda nuestra fe, pues en palabras de San Pablo: “…y si Cristo no resucitó, vuestra predicación es vana, y vana también vuestra fe.” (1 Cor 15,14).

Creer en la Resurrección del Señor es el paso decisivo en la vida de cualquier cristiano. Pero cuán plenamente conoce Cristo al ser humano, que no le bastó con padecer, morir y resucitar de entre los muertos para traernos la redención.

El Señor quiso todavía permanecer con nosotros a través de la Eucaristía. Sabiendo de la fragilidad de nuestra fe (Lc 17,6), quiso Cristo convertirse Él mismo en alimento para nuestras almas.

Por ello, en este artículo analizaré el texto de 1 Cor 11,17-34, un texto clave del Nuevo Testamento para comprender este misterio de amor. Uno donde San Pablo reflexiona sobre la Cena del Señor de una forma tan profunda que sus palabras siguen resonando hasta hoy. Si tenemos presente que la situación actual de la Iglesia a nivel espiritual no es muy alentadora, volver a estos textos entonces, es siempre renovador.

De esta manera, en una primera parte me dedicaré a analizar el contexto de la comunidad de Corinto que se trasluce en la primera carta. En la segunda parte, abordaré más en detalle el texto de 1 Cor 11,17-34.

El contexto sociohistórico de la Primera Carta a los Corintios

Para captar más integralmente el sentido del texto sobre la Cena del Señor, es importante atender al contexto general de la Primera Carta a los Corintios. Para el momento en que San Pablo funda la comunidad, Corinto era una ciudad reconstruida.

Los romanos la destruyeron inicialmente en el 146 a.C., durante la conquista de Grecia, y fue levantada de nuevo por el emperador Julio César en el 44 d.C., como una colonia romana para esclavos libres y veteranos de guerra.

Convertida en la capital de la provincia romana de Acaya, Corinto llegó a ser una ciudad cosmopolita y un importante puerto. La población, imbuida en la mentalidad helenista, practicaba una variedad de cultos a divinidades griegas y egipcias, principalmente Isis y Serapis.

Así, cuando San Pablo funda la iglesia entre los años 50-52 d.C. (Quesnel, 1980), se trataba de una ciudad joven. Se estima que la Primera Carta a los Corintios fue compuesta entre el 56-57 d.C., es decir, poco más de 20 años después de la muerte y resurrección de Cristo.

Iba dirigida a una comunidad compleja en lo sociocultural, pues estaba conformada por cristianos de ascendencia judía, como también por cristianos gentiles (Brown, 2002). Esto nos plantea ya de entrada una situación espinosa, pues se trataba de un entorno culturalmente diverso donde San Pablo tuvo que predicar el Evangelio.

La Iglesia estaba compuesta por personas que no solo provenían de entornos religiosos y culturales disímiles, sino que inclusive hablaban idiomas distintos. Tenían en común el griego como lengua internacional, a como hoy en día lo son el inglés y el mandarín, pero las diferencias culturales prevalecían.

Una comunidad dividida y herida cuyo eco llega hasta hoy (1 Cor 1,10-4,21)

Para entender mejor el contexto de la Cena del Señor, conviene notar que los corintios, movidos por lealtad a algunos cristianos destacados de la comunidad como Apolo, se hallaban enfrascados en disputas que deterioraron la convivencia, la moral y la vida espiritual de la comunidad.

Predominaban al parecer cuatro facciones: los de Pablo; los de Apolo, los de Cefas (Pedro), y los de Cristo. ¿Absurdo no? La confusión llegó a un punto crítico, pero quienes decían ser de Cristo posiblemente eran cristianos que rechazaban cualquier liderazgo que no viniera del Señor.

O bien podría tratarse de algo peor según Snyder (1992). Habrían sido cristianos de una iglesia doméstica con tendencias gnósticas, quienes presumían de ser espiritualmente perfectos, por encima de todos los demás. De ser así, fueron estos cristianos a quienes Pablo reprendió con dureza a través de sus exhortaciones éticas y espirituales en los capítulos 5 al 11.

Tenemos entonces a una comunidad plagada de conflictos morales, algunos tan escandalosos como el incesto (1 Cor 5,1-5), pero increíblemente, impera la indiferencia del resto.

Ante esto, San Pablo muestra una indignación visceral, y una firmeza pastoral de la que creo, podríamos aprender mucho hoy en día, pues la situación de tibieza, confusión y división en Corinto no está lejos de lo que hoy constatamos en la Iglesia y en la sociedad.

En esta última prevalece el pluralismo radical de la Postmodernidad, caracterizado por el relativismo y por la entronización del individuo como único referente de lo real.

Pluralismo que se halla custodiado por una virulenta corrección política que se va imponiendo en todos los espacios sociales. Así, se ha perdido no sólo la capacidad de argumentar racionalmente, sino también de llegar a consensos socialmente significativos e integradores.

La Sabiduría de Cristo que lleva a la Eucaristía

A este punto podemos notar que la comunidad de Corinto no es sino reflejo vivo de la situación en la Iglesia, afectada por un mundo desacralizado.

San Pablo, informado entonces de estas y otras situaciones por miembros de la casa de Cloé (1 Cor 1,12) se dirige a esta comunidad, llagada por fuertes divisiones. Aquí deslumbra su sabiduría, pues busca retornar a lo esencial: Cristo.

Si leemos 1 Cor 2,6-16 descubriremos cómo San Pablo, más allá de cualquier división y sin exaltar la facción que dice ser fiel a Él, nos habla de la sabiduría de Cristo. Por eso constatamos que en los capítulos 5 al 11 que comprenden el cuerpo de la carta, el Apóstol de los gentiles abordaría numerosas situaciones a la luz de dicha sabiduría.

Para Brown (2002), era la sabiduría divina oculta a quienes detentaban el poder, responsables de crucificar al Autor de la vida (Hch 3,15).

Los católicos, como otros cristianos, adoramos a un Dios crucificado; he aquí lo que constituye un escándalo para los judíos, y una necedad para los gentiles (1 Cor 1,23).

Ni unos ni otros simplemente no podían concebir que el Dios Todopoderoso y eterno, Creador del Universo, se rebajara de tal manera (Flp 2,6-11). Por amor a la humanidad, el Señor decidió atravesar la oscuridad y la maldad que carcome a los seres humanos, aunque ello le significase sufrir la tortura y la muerte en cruz bajo la más absoluta humillación y desprecio.

Nuestros crucifijos siguen siendo un escándalo y una necedad todavía para el mundo de hoy, donde constatamos con estupor cómo la civilización occidental ha emprendido un nefasto proceso de auto demolición.

Impulsados por un odio irracional hacia la fe y la cultura cristiana que han constituido los cimientos de Occidente, pareciese que el objetivo de muchos es conducirnos hacia lo que el historiador británico Peter Watson llama “un mundo sin Dios” (2014, p. 45).

Volver al Bautismo y a la locura del Evangelio

¿Qué propuso San Pablo ante la situación de descomposición eclesial que había en la Iglesia de Corinto? Retornar al Bautismo, para vivir la locura del Evangelio, y así, participar de la Cena del Señor en un estado de gracia.

Necesitamos ser sanamente realistas, pero sin caer en un cansino pesimismo. Vamos hacia una Edad de la Nada, como se titula la extraordinaria obra de Watson sobre la historia intelectual del siglo XX.

Sin embargo, como católicos, recordamos que el Reino de Dios no es de este mundo, como lapidariamente lo afirmó el Señor ante Pilato (Jn 18,36). Nuestra existencia como cristianos, se halla permanentemente iluminada por la gracia que mana del Bautismo, como, sobre todo, de la Eucaristía que nos santifica.

San Pablo, quien vivió en carne propia el amor de Cristo (Ga 2,20), manifestado en la cruz como fuente de salvación. Ante la nada, la cruz permanece firme en medio de la incertidumbre, pues es donde Dios nos revela el misterio de su amor.

Ante una comunidad en peligro de fragmentarse por la confusión y el escándalo, San Pablo antepone no una pomposa grandilocuencia, sino a Cristo crucificado. En medio de la crisis que hiere hoy a la Iglesia, necesitamos contemplar al Señor en la más absoluta debilidad, pues es ahí donde se manifiesta el poder divino.

No hay oscuridad ni incertidumbre que prevalezcan ante el amor de un Dios crucificado. Más bien, y como lo afirma San Pablo, “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20).

Este es el camino del amor y la entrega absoluta que nos llevará a una unión mística con Cristo en la Eucaristía, sobre la cual nos hablará San Pablo más adelante cuando nos sumerjamos en el texto de 1 Cor 11,17-34.

La Cena del Señor no es sino un anticipo de la vida celestial que nos espera, pero ante la cual necesitamos prepararnos.

Referencias bibliográficas

Brown, R. (2002). Introducción al Nuevo Testamento. Vol II. Editorial Trotta.

Quesnel, M. (1980). Las cartas a los Corintios. Editorial Verbo Divino.

Snyder, G.F. (1992). First Corinthians. Mercer University Press.

Watson, P. (2014). La Edad de la Nada. Crítica.

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