El coronavirus y el colapso del antropocentrismo

Creo que a inicios de este 2020, nadie hubiese imaginado que el mundo cambiaría tan drásticamente a raíz de un agente infeccioso como el coronavirus.

Así como lo comentaba en un artículo anterior, a la luz de la fe se puede percibir que esta pandemia es un árido desierto espiritual. Uno por el que el Señor nos está haciendo pasar, en medio de una noche oscura que asedia también nuestra forma de vida; aquella que nos daba tanta comodidad y seguridad.

Para consuelo nuestro, todo pasará, pues la misericordia de Dios en Cristo trasciende nuestra comprensión, espacio y tiempo (Ef 2,4-5).

Sin embargo, nada volverá a ser igual, pues más allá de nosotros mismos, ¿qué se ha puesto en jaque a nivel social, cultural y civilizatorio? Pensémoslo por un momento: ¿Cómo es posible que el sistema-mundo de la globalización se viniera abajo por tan diminuto patógeno?

El talón de Aquiles de nuestro mundo

Esta no ha sido la única pandemia que se ha conocido a través de la historia, pero sí es la primera que está siendo vivida por todo el planeta, al mismo tiempo, y gracias justamente, a la globalización.

¡Vaya ironía! Los andamios que empleamos para construir nuestro sistema-mundo, término usado por el intelectual Immanuel Wallerstein (1930-2019), terminaron colapsando sobre nosotros.

¿No será esa la gran ironía que el Señor nos está queriendo mostrar a través de esta plaga? El mundo globalizado, interconectado y tecnologizado, ha sido justamente el puente que el Covid-19 necesitaba para extenderse sobre toda la faz de la tierra.

Cómo me recuerda esto a la novena plaga que Dios lanzó sobre Egipto: la oscuridad (Ex 10,21-29); tan pesada que un egipcio podía sentirla físicamente.

Para quienes no lo saben, cada una de las diez plagas que se narran en el libro del Éxodo no sólo azotaron la tierra de los faraones, sino también a los dioses egipcios. La novena plaga en especial, se ensañó con el dios Ra, el dios-Sol, dios supremo y creador de la vida.

Para un egipcio del siglo XIII a.C., el que cayera tan terrible oscuridad a plena luz del día era una clara demostración de que Ra era sólo un ídolo de madera, que se derrumbaba ante el Dios Todopoderoso que se transparentaba en la presencia y las palabras de Moisés.

Para un ciudadano del siglo XXI, el que un patógeno de apenas 60-140 nanómetros cause tanto pánico e impotencia es evidencia de algo más perturbador.

El ser humano sigue siendo frágil, dependiente de algo mayor a él mismo, pero paradójicamente, sigue pensando que es autónomo, autosuficiente.

Sigue creyendo que puede regir su vida sin intervención divina alguna, sin participación en una realidad espiritual que le trasciende y envuelve.

¿Cuántos ídolos se han venido abajo a raíz de esta pandemia? En un mundo globalizado como el nuestro, las plagas son también globalizadas; se extienden más rápido que la capacidad de respuesta y adaptación de nuestros sistemas de salud.

El Covid-19 se ha infiltrado tan rápido en nuestra cotidianidad que el sistema socioeconómico ha entrado en una crisis que probablemente tardará años en sanearse. Hasta la fecha, no se sabe si dicho virus fue obra de la imprudencia humana, o bien un mero fenómeno natural.

Pero sea cual sea la verdad, la presencia de Dios se transparenta con una fuerza indecible en todos estos acontecimientos. Entre más se revela la presencia luminosa del Señor, más parece colapsar el sistema-mundo que la humanidad construyó en los últimos siglos.

De esta forma, el antropocentrismo, el mayor ídolo de nuestra época, parece ahora languidecer ante un hecho que solo se hace evidente cuando se contempla nuestra realidad desde la fe: Dios sigue siendo el Señor de la historia.

La presencia inusitada de Dios en la historia

Originada en una serie de transformaciones sucedidas en las sociedades europeas y norteamericanas que culminaron con las revoluciones industriales y políticas de los siglos XVII-XVIII, la Modernidad y su resabio, la Postmodernidad, parecen ahora comenzar a resquebrajarse.

América Latina, que apenas comenzó a adoptar dichas transformaciones hasta entrado el siglo XIX, constituye hasta la fecha algo hermoso y único. Somos algo premodernos en nuestra visión providencialista de la vida, pero tampoco somos completamente modernos; no hemos dejado de tener presente a Dios.

Y es que cabe admitirlo con un sano realismo: muchas de las transformaciones sociales, culturales y tecnológicas que se dieron en las sociedades modernas ya se hacían necesarias, pero algo se perdió de vista en el camino.

En lugar de mantener la mirada en el misterio de Dios mientras se transformaba el mundo, volvimos a vernos sólo a nosotros mismos. Nos hicimos muy aficionados a vernos el ombligo, por ello hubo que verse con estupor todos los horrores del siglo XX, para ser conscientes de que el proyecto ilustrado fue un rotundo fracaso; una quimera basada en la soberbia.

No obstante, a pesar del evidente fracaso en el siglo XX de todas las fantasías racionalistas gestadas en siglos anteriores, lo que quedó no fue una expiación, ni una sincera contrición del corazón. Lo que quedó fue la desidia postmoderna: se renunció a Dios, pero también se renunció al ser humano como fin de sí mismo.

¿Qué les queda a muchos? El desencanto, la exaltación de un relativismo frívolo, y la renuncia a la búsqueda de la verdad y la trascendencia.

¿Qué nos queda a quienes vivimos de la fe y buscamos cada día la presencia de Dios? La constatación de que Dios es el fundamento y el fin de la historia, no el ser humano, pues somos bendecidos partícipes de su amor. Por ello tantos santos y místicos en los últimos siglos nos han mostrado esto: que Dios nos ama, más allá de todo.

La pandemia nos ha comprobado que el antropocentrismo narcisista en que se funda nuestro mundo postmoderno no es sino un delirio infantil. Es un arrebato o un berrinche ante una realidad que está más allá de nosotros; es absolutamente trascendente.

Ante tanta mortalidad, impotencia y pánico, el antropocentrismo colapsa. Dichosamente tenemos ante nosotros una muestra más de que el ser humano no es señor de la historia, ni siquiera de su propia vida.

El teocentrismo remerge lentamente como el fundamento de la realidad y de la naturaleza humana: Dios como señor de la historia. ¿Qué esperamos entonces para reconocer nuestra fragilidad y pequeñez? Nuestros pecados e indiferencia hacia el Señor como sociedad, como humanidad.

No se trata de una mera inculpación masoquista, no invito a un mea culpa superfluo y momentáneo, sino a uno nacido de la fe. No invito a la autocomplacencia, sino a reconocer nuestra absoluta dependencia de un amor más allá de lo imaginable: el amor de Cristo.

Ante esta pandemia y la incertidumbre que suscita en nosotros, nos queda un acto de sincera y santa humildad. Tenemos la oportunidad de abandonarnos en Aquel que es el creador y sustentador de la vida (Hch 3,15-17).

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