maestros espirituales en la Iglesia

La importancia de los maestros espirituales en la Iglesia

En la historia de la Iglesia muchísimos han sido los maestros espirituales a imagen de Jesucristo, pero pocos son conocidos y estudiados.


¿Qué es un maestro espiritual? ¿Quién puede ser considerado como tal? Y ¿Por qué es difícil encontrar un buen maestro?

Estas son preguntas que conviene plantearse, dada la dolorosa crisis espiritual que atraviesa la Iglesia católica. La desorientación de muchos católicos en lo que se refiere al conocimiento y vivencia de su fe es cuando menos, perturbadora.

La mayoría, a duras penas, logran definir con claridad conceptual las principales verdades de la fe que se han de haber aprendido en la catequesis. Otros, si acaso logran conciliar una oración sostenida durante unos cuantos minutos, antes de desvanecerse en la distracción a la que el mundo suele arrastrarnos.

Estos y otros síntomas son palpables también en el clero. Numerosos son los sacerdotes y obispos que suelen incurrir en toda clase de heterodoxias y deslices doctrinales, algunos inintencionados, otros claramente intencionados.

La vida espiritual de muchos sacerdotes suele desvanecerse en medio de un mar de actividades. El clero católico es uno quemado, agotado por el activismo y el pastoralismo que tanto daño hacen a la relación con Dios.

Es aquí donde siempre es útil y necesario volver a los maestros espirituales de la Sagrada Tradición. Hombres y mujeres transfigurados por el Espíritu Santo, y convertidos en almas místicas que llegaron a alcanzar una gran experiencia en el camino de Jesucristo.

Pero cabe preguntarse, ¿se siguen encontrando estos maestros de la vida sobrenatural entre nosotros? ¿existen todavía hoy en día? La respuesta concreta es sí, pero la respuesta amplia es que son pocos, y ello se debe a algunas cuestiones en las que conviene ahondar.

¿Qué es un maestro espiritual?

Desde un punto de vista amplio, podemos definir al maestro espiritual como aquella persona que ha alcanzado un conocimiento y experiencia superiores sobre la vida.

Se trata de alguien que ha comprendido en lo doctrinal y lo experimental cuál es el sentido trascendente de la existencia, y vive desde ahí.

Desde un punto de vista católico, el maestro espiritual es un alma a quien el Señor ha confirmado en la fe y en la santidad. Es un alma que ha alcanzado un trato profundo y permanente con Dios, como también ha sido transfigurada por el Espíritu Santo.

De hecho, el maestro espiritual es también un místico, un santo. Es alguien en cuya alma predomina la acción del Espíritu Santo y sus dones. Esto es lo que señalan grandes teólogos como Royo Marín o Garrigou Lagrange.

En este sentido, y por su conocimiento y experiencia de lo sobrenatural, se abre a compartir su sabiduría con otros. A acompañarlos y guiarlos en el camino de Jesucristo, que no es sino el camino de la cruz y la redención.

De esta forma, podemos considerar maestros espirituales a la práctica totalidad de los santos y los místicos de la Iglesia. Si bien no todos fueron maestros en un sentido estricto, en cuanto a enseñar a otros, sí enseñaban a través de su testimonio de vida.

De ahí que la vida y obra de estos hombres y mujeres sea una de las fuentes con las que trabaja la Teología católica. Es también una de las tradiciones escritas que, aunque no se hallen en la Sagrada Escritura, son parte de la Sagrada Tradición de la Iglesia.

En última instancia, los maestros espirituales son imagen viva de Jesucristo, el maestro espiritual por excelencia. Su testimonio y enseñanzas han inspirado el peregrinar de la Iglesia durante siglos.

Nuestro Señor: el maestro espiritual por excelencia

Teniendo una idea básica sobre quiénes son los maestros espirituales de la Iglesia, vale resaltar su unión y semejanza con Nuestro Señor. Bien lo afirmaba San Pablo: “Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 3,20).

El Señor es la vid y los bautizados somos sus sarmientos (Jn 15,5-7), de entre los cuales los maestros espirituales son los más hermosos. A lo largo del Nuevo Testamento podemos apreciar cómo el Señor es un maestro en todo el sentido de la palabra.

Hijo de Dios por naturaleza, Dios de Dios, Luz de Luz, Jesucristo también se reveló como el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14,6). Es algo que lo distinguió no solo de otros rabinos en el judaísmo, sino de los maestros y fundadores de otras religiones.

En la sociedad y la cultura académica judía del siglo I d.C., el Señor rápidamente fue identificado como un “rabí” (רַבִּי), término que significa “Mi maestro” o “Su excelencia”.

Así nos lo refieren varios textos (Lc 9,33; 12,13; 20,21; 20,28; Jn 3,2; 20,16) en los que distintos grupos le llamaron “Maestro”. En la cultura judía del momento, el “Rabí” no solo era alguien que transmitía conocimientos, sino que era un modelo de vida santa. Era alguien que alcanzaba gran perfección en el conocimiento y práctica de la Ley divina, pero también de su Autor eterno.

El Señor mismo se reconoció maestro (Jn 13,13), de ahí sus profundas palabras: “En verdad, en verdad os digo: no es más el siervo que su amo, ni el enviado más que el que le envía.” (Jn 13,16)

Así como el Señor, en perfecta humildad, reveló su total entrega al Padre, el que aspira a ser un maestro espiritual ha de entregarse totalmente a Jesucristo.

La Mistagogía: el esplendor de la relación Maestro-Discípulo

Esta riquísima tradición del maestro espiritual y sus discípulos fue rápidamente asumida por la Iglesia en sus primeros siglos. La podemos encontrar en los Padres de la Iglesia, todos maestros espirituales a imagen del Señor.

De hecho, es parte intrínseca de la sucesión apostólica. Pensemos por ejemplo en San Policarpo de Esmirna, quien fuera discípulo del Apóstol San Juan. O bien el mismo San Agustín, discípulo de San Ambrosio de Milán. O Santo Tomás de Aquino, quien fuera discípulo de San Alberto Magno, una de las almas más lúcidas que Cristo ha dado a su Iglesia.

Otras grandes figuras como San Ireneo de Lyon, San Gregorio de Nisa o San Gregorio Magno, entre muchos otros, son pilares fundamentales. En torno a ellos se desarrolló la bellísima tradición de la mistagogía, es decir, el camino de formación que los recién bautizados recorrían para introducirse en los misterios de la fe.

Constituía la última etapa del catecumenado, usualmente ubicada después de Pascua, en la que grandes maestros impartían las llamadas catequesis mistagógicas.

Estos maestros eran llamados mistagogos. Del griego μυσταγωγός, que significa “Aquel que inicia en los misterios”, se trataba de maestros espirituales que habían alcanzado gran conocimiento y experiencia en la vida sobrenatural; en los misterios sagrados de la fe católica.

Los mistagogos eran maestros de la doctrina, de la Sagrada Escritura y así, de la vida de oración y contemplación. Sin embargo, hacia el siglo VII d.C., la mistagogía comienza a desaparecer de la formación espiritual como también de la vida eclesial.

Fue una gran pérdida que no ha estado exenta de consecuencias para la vida espiritual en la Iglesia. Pero a pesar de esto, la gracia de Dios siguió dando grandes maestros. Se encuentran los místicos medievales como San Francisco y Santa Clara de Asís, así como los premodernos San Juan de la Cruz o Santa Teresa de Jesús.

La desaparición de los maestros espirituales en la Iglesia

Si bien los principios de la formación mistagógica se mantienen relativamente presentes en la catequesis, la mistagogía como tal prácticamente desapareció de la Iglesia desde hace siglos.

El Vaticano II representó una esperanza en este sentido, al querer revivir la riqueza espiritual de la mistagogía, como la figura del mistagogo. Se reintrodujo el catecumenado como también el Ritual de iniciación cristiana para adultos, entre otras medidas en lo litúrgico.

Pero desafortunadamente, han sido esfuerzos muy tímidos y exiguos para revivir la profundidad y belleza de la formación mistagógica antigua, como del mistagogo en tanto maestro espiritual.

Con el advenimiento de la Modernidad, tanto la teología como la mística se separaron, y ambas comenzaron a experimentar una debacle. Los maestros espirituales no desaparecieron, pero sí comenzaron a desvanecerse y a escasear, hasta llegar a la triste situación en que nos encontramos hoy.

Hoy en día ya no es común hablar en la Iglesia católica de “Maestros espirituales”. En ambientes eclesiales el término es extraño para muchos o hasta inexistente. Si bien cualquier católico medianamente formado podría reconocerlos con facilidad, llamarles maestros espirituales es poco frecuente.

Aunado a esto, una rápida consulta a la literatura católica de hoy en día evidenciará la ausencia del término y lo que este significa.

De hecho, el término “Maestro espiritual” es mucho más común en Oriente. Tanto en las Iglesias ortodoxas como, sobre todo, en religiones como el hinduismo o el budismo, la figura del maestro es importantísima.

Forma parte no solo de las tradiciones religiosas, sino también de la sociedad y la cultura. Así, en Oriente la figura del maestro encarna un hecho fundamental: la dimensión mística y espiritual de la vida lo permea todo.

Restaurar y renovar la figura del maestro espiritual

¿Qué hacer entonces en Occidente, donde lo religioso, lo místico y lo espiritual han desaparecido de la vida social y cultural? La secularización ha hecho estragos, no cabe duda.

Sin embargo, no quiero decir con esto que ya no haya maestros ni místicos en la Iglesia; hombres y mujeres cuyo testimonio y enseñanza siguen reflejando la luz de Cristo. Los hay y los seguirá habiendo, pero son excepciones.

En una Iglesia sumida en crisis, con una religiosidad decadente y asediada por múltiples escándalos y extremismos, encontrar buenos maestros es difícil.

Hallar un buen maestro o director espiritual es de hecho, una odisea. De ahí lo fundamental que resulta retomar la llamada del Concilio Vaticano II a renovar la vida espiritual.

Necesitamos hacer nuestra la vocación universal a la santidad (LG, 11), y abocarnos a la vivencia de una fe que integre la doctrina y la experiencia. No obstante, sin maestros experimentados en la vida de fe, en el trato íntimo y profundo con el Señor, lograr esto será prácticamente imposible.

Tanto obispos como sacerdotes requieren asumir de lleno su rol docente; hacer suya la figura del maestro espiritual. Convertirse en auténticos guías y acompañantes en el camino del Señor.

Sin embargo, y siempre dentro de esta vocación universal a la santidad, los laicos también pueden convertirse en maestros y acompañantes de la vida espiritual.

Cada laico puede ser un alma docta en las verdades reveladas, como también experimentada en el trato íntimo con Dios; movida por el Espíritu Santo.

Ello comienza por repensar toda nuestra vida religiosa y espiritual a la luz de la tradición mística de la Iglesia, cuyas fuentes son inagotables. En ella se nos transparenta Jesucristo, y siempre podremos encontrar esperanza para estos tiempos turbulentos.

3 comentarios en “La importancia de los maestros espirituales en la Iglesia”

  1. Maritza Chaves Somarribas

    Muy importante reflexionar sobre este punto. Los sacerdotes, por no ser suficientes, están ahogados por las multitareas y no tienen tiempo para prepararse y así ayudar espiritualmente a los feligreses.

  2. carmen ramos suarez de avellanedo

    Yo sí he conocido verdaderos maestros espirituales tanto en la Compañía de Jesús, como en el Carmelo. Cierto que han fallecido. Pero sigue habiendo místicos en la Iglesia pero precisamente porque lo son, permanecen mas ocultos. Estoy de acuerdo con el fondo del artículo: se pasa de la actividad al “activismo”.
    Hace falta mas “mi vivir es Cristo y morir una garantía”, de san Pablo. Nos vale a todos.

  3. Ana Isabel Campos Z.

    Muchas veces me he interrogado si es conocido el “ora y labora” de San Benito. Me parece que el activismo en el que se ha convertido en muchos casos la labor pastoral – por ejemplo por la falta del recurso humano – , u otras razones como la escasez de formadores preparados para la vida sacerdotal y religiosa son causas importantes.

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