Aquello que todavía late en las catedrales

Algo late aún en las catedrales, a pesar de los estragos del relativismo, los extremismos ideológicos y el antiintectualismo de hoy en día.


El sentido de lo sagrado; la sensibilidad ante aquello que proviene de Dios y la amorosa reverencia ante su misterio, son, hoy en día, lujos. Dentro de la misma Iglesia, hay que decirlo con franqueza: son pocas las almas realmente despiertas a la dimensión sobrenatural de nuestra fe.

Escasas son las personas que han tomado consciencia de la tibieza y de la soporífera apatía que lamentablemente se extiende como una enfermedad entre los católicos. Tanto en el clero como en los laicos, hay que contar con los dedos para hallar a quienes realmente quieran alcanzar una vida santa.

La civilización occidental cristiana se encuentra en una crisis. En una decadencia dolorosa que a cualquiera con un mínimo de sensibilidad existencial sacude y hace preguntar: ¿Cómo hemos llegado a este punto? ¿Qué hacer?

Las catedrales siguen en pie: ¿qué es aquello que todavía late en ellas?

Algunos ante tan desolador panorama, se han preguntado qué necesita la Iglesia, pero también la sociedad, para volver a construir grandes catedrales. Sí, catedrales como Notre Dame en París, Il Duomo en Milán o Santa María di Fiore en Florencia. Templos como la catedral de Santiago de Compostela, en España, o bien las hermosas catedrales latinoamericanas como La Plata, La Habana o bien la misma Catedral Metropolitana de Ciudad de México.

Podría mencionar más, cada quien conocerá una que otra que le ha maravillado y tocado el corazón, y es precisamente por ahí adonde quiero ir. ¿Por qué se echan de menos estos templos? Y ¿Por qué algunos anhelan que se vuelvan a construir estas majestuosas edificaciones?

Para responder a estas preguntas como sobre todo, a la pregunta del qué hacer ante la decadencia espiritual de Occidente, necesitamos primero revisarnos a nosotros mismos, como individuos y como sociedad. Necesitamos sondear los recovecos de algo que Occidente lamentablemente ha olvidado.

Ese “algo” que templos como estos siguen transmitiendo, inclusive a los no-creyentes, de quienes he escuchado como se sobrecogen cuando están entre sus cuatro paredes. Ese “algo” que confunde, pero a la vez cautiva al ser humano contemporáneo. Ese “algo” que nos invita a ir a lo más íntimo de nosotros mismos, para encontrarnos con el Misterio.

Como podemos comenzar a entrever, no se trata solo de meros templos que nos transportan a una época lejana y para muchos, totalmente extraña. No es una nostalgia irracional o una fijación idolátrica con meras construcciones humanas.

Es que dichos templos son antídotos que permanecen en pie contra el embrutecimiento y la ruina espiritual en que se ha sumido Occidente durante el último siglo y parte de este. Ruina también estética, vale decirlo.

La dimensión mistérica y sobrenatural de la vida que pervive en las catedrales

No voy a negar que en los últimos siglos se han dado grandes avances científicos y tecnológicos que han mejorado notablemente la calidad de vida de amplios sectores sociales. Pero bien lo reza el Evangelio: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,3-4). Algo se dejó en el camino en medio de tan acelerados y voraces cambios.

Algo se perdió de vista en el orgiástico antropocentrismo que carcome nuestras sociedades y nuestra cultura. Se trata de la dimensión mistérica y sobrenatural de la existencia. Cuando se descubren, la única opción sensata y honesta es tejer toda nuestra vida en torno a esta dimensión superior, sacra y trascendente.

Inagotables son las convicciones que nacen en lo más hondo del alma cuando se entiende que la vida alcanza su verdadera plenitud en lo sobrenatural. Quienes construyeron templos como Notre Dame, Santa María de la Mar o la misma Basílica de San Pedro tenían muy interiorizadas estas convicciones.

Tenían claro que la vida solo adquiere su verdadero sentido cuando se orienta hacia esa dimensión objetiva, última y sacra que llamamos sobrenatural. Dimensión que es también mistérica, porque el misterio, como tal, nos desborda.

El misterio de la realidad misma, en toda su plenitud y esplendor; en toda su gratuidad y absoluta trascendencia. En otras palabras, con el surgimiento de la Modernidad, se perdió la conexión con la presencia inefable de Dios. Dios que es fuente de toda verdad, amor, bondad y belleza.

Esto es lo que aún late en las icónicas catedrales y demás templos católicos. Nos recuerdan que el Señor, al tiempo que es el objeto de nuestros más hondos anhelos, es también el más temible desafiador del ser humano y su soberbia.

La pérdida en Occidente de aquello más importante: lo sobrenatural y lo sagrado

Bien lo decía el místico español Ignacio Larrañaga: Dios no cambia, lo que cambian son nuestras relaciones con Él: la cercanía y cualidad de estas. Lo mismo podríamos visualizar a nivel social y cultural. Es un hecho que las sociedades occidentales han cambiado drásticamente su relación con Dios, con lo Divino, lo sobrenatural, lo trascendente, lo mistérico.

A finales del siglo XIX, cuando Nietszche hablaba de la “muerte” de Dios, se refería a la desaparición de su presencia en la sociedad y la cultura. Pero la “muerte” de Dios no es sino la ignorancia humana de su inmutable presencia en toda la realidad.

Así, en medio de la vorágine consumista e ideológica, en medio de la decadencia intelectual y moral en que nos encontramos, Dios sigue incólume. Siempre envuelto en el silencio y el misterio de lo sobrenatural.

Lo sobrenatural es lo que ridiculiza los anhelos de grandeza que caracterizan a la época moderna y postmoderna en que transitamos; todas sus aberraciones: desde lo estético, lo moral, lo político, hasta lo cultural.

Por eso hay decirlo con claridad: vivimos en una época en que se perdió el sentido de lo sobrenatural, de lo sagrado. Estamos muy llenos de nosotros mismos, y así, de vacíos de sentido; vacíos de Dios.

A esto nos invitan justamente las catedrales, a vaciarnos de nosotros mismos. El sobrecogedor silencio que albergan es una exhortación a silenciar también nuestro interior, para encontrar al Señor, nuestro más íntimo interlocutor.

¿Qué mas hemos dejado en el camino?

Las catedrales nos recuerdan que se perdió también la noción de que lo religioso es donde mejor podremos vivir caminando hacia la eternidad. Por eso repugna el ver cómo en Europa varios templos católicos han sido reutilizados como bares, discotecas u hoteles. Es la banalización más sacrílega que refleja la pobreza espiritual de esta época.

Porque se trata de edificaciones diseñadas únicamente para recordarle al ser humano su innata y muchas veces inconsciente necesidad de religarse. Lo religioso es en este sentido, la forma más sofisticada, integral y completa de vincularse con un más allá que trasciende y desafía.

Por más que los corifeos de las “nuevas espiritualidades” sigan manifestando su absurda alergia a lo religioso, esta verdad no cambia. Por más que insistan en la falsa separación entre religión y espiritualidad; en que las religiones institucionales están en crisis.

O que la tradición es obsoleta y que el ser humano de hoy tiene acceso a nuevos horizontes espirituales. La verdad es un tanto distinta, y más compleja.

En lo único en que aciertan los promotores de tales excentricidades pseudo-espirituales es en reconocer esa sed de trascendencia que muchos aún tienen. Se sigue teniendo sed, pero ya no se tiene idea de dónde está la fuente de agua viva.

Solo se encuentran charcos desparramados en medio del desierto que es esta época y todos sus extremismos. Las catedrales, y si lo queremos también, las parroquias y capillas, son como santuarios en medio de las arenosas estepas del desierto.

Toda su estructura clama que en lo religioso es donde lo sobrenatural se vive más verdadera y profundamente. Hablo de contenido, no de consignas que son como los suspiros que venden en las panaderías, o más bien, que se venden en la sección de espiritualidad de las librerías.

Revisitar las catedrales es revitalizar lo católico como itinerario hacia Dios

Lo religioso, entendido en su verdadera plenitud, es lo católico, o haciendo honor a su etimología griega (katholikós), su integralidad. El catolicismo, como la más completa expresión de la religión cristiana, es un medio que integra lo doctrinal, lo místico y vivencial para que el ser humano pueda conocer al Dios único y verdadero.

Para que se me comprenda mejor, basta estudiar por ejemplo, el pensamiento de Santo Tomás de Aquino. No hay mejor síntesis de lo que es la religión cristiana que la elaborada por el teólogo y místico dominico del siglo XIII.

Por ello el Papa León XIII estableció en su Encíclica Aeterni Patris de 1879, que el pensamiento tomista es el que mejor refleja la visión de la Iglesia, y debía ser restaurado.

No es casualidad que cuando el Aquinate elaboraba su obra, la catedral de Notre Dame estaba en proceso de construcción. Pensamiento teológico, mística, espiritualidad y arquitectura iban bella e intrínsecamente unidas.

No hay mejor y más sofisticada presentación de la Revelación de Dios en Cristo que la del Buey mudo, como se le llamaba a Tomás. Revelación que él conoció, conservó y transmitió, a como lo ha hecho la Iglesia católica a través de los siglos, hasta la actual crisis en que se encuentra.

Esta es la religión que se transparenta en estos templos que hoy son admirados por millones. Esta es la religión en que se funda Occidente, y cuya presencia hoy languidece ante los desvaríos ideológicos de unas generaciones cada vez más desorientadas.

Convicciones, y no opiniones

¿Qué necesitan entonces nuestras sociedades para volver a construir estos majestuosos y sobrecogedores templos?

La respuesta, como hemos visto, no se limita a lo arquitectónico. Va más allá, sumergiéndose en lo artístico, religioso, moral, y, en última instancia, espiritual.

Por ello, y en referencia a las catedrales de estilo gótico, una respuesta muy elocuente nos la dio el gran poeta alemán Heinrich Heine (1797-1856):

“Un amigo me preguntaba por qué no construíamos ahora catedrales como las góticas famosas, y le dije: “Los hombres de aquellos tiempos tenían convicciones; nosotros, los modernos, no tenemos más que opiniones, y para elevar una catedral gótica se necesita algo más que una opinión.”

Para conocer y amar a Dios se necesitan convicciones, las cuales solo pueden surgir de una fe que se pide con humildad, pues la fe, en última instancia, es un don. Pero debe haber también apertura a una realidad que va más allá de nosotros.

Sólo así, se dará la verdadera transformación de la sociedad y la cultura como un todo, la santificación de la cultura, es decir, su transfiguración en el misterio de Cristo, revelación plena del Dios Uno y Trino.

2 comentarios en “Aquello que todavía late en las catedrales”

  1. Gerardo Piedra

    Excelente análisis teológico y social de la presencia de las Catedrales, cuanto bien nos es poderlas contemplar, no solo en su riqueza arquitectónica, si no en aquel silencio que nos envuelve y nos conduce a la búsqueda del sentido del ser o sea las trascendencia, aquella vinculación con Dios, el cual me desborda, desde lo finito a lo infinito.
    Que agradable sentarse en sus bancas, entrar en el recogimiento y la contemplación, de lo superior, lo perfecto y lo que anhelo conseguir.

    1. MET. Marco Quesada

      Saludos don Gerardo

      Así es, mejor no lo pudo haber descrito. Cuánta falta nos hace tener más catedrales, y aspirar a construir templos que de verdad adoren al Señor y sean espacios de recogimiento y contemplación.

      Muchas bendiciones para usted.

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